lunes, 10 de octubre de 2011

EL HOMBRE DE CARBON ( RELATO MARIA ESTER)


EL HOMBRE DE CARBON



         Juan vivía en un pueblo alejado de todo, en el medio de la montaña, en un pueblito enclavado entre el límite de Chile y Perú.
         Su familia estaba compuesta por sus padres, y él. Desde muy pequeño le había llamado la atención el trabajo en las “ Minas de Carbón”.
         Tenía una fascinación enfermiza con el mineral, cómo se lo extraía de las entrañas de la montaña.
         A poco de cumplir 14 años ingresó a trabajar como aprendiz de minero, haciendo tareas propias de su edad, a pesar de que las condiciones en esos lugares, eran infrahumanas.
         Sus días transcurrían unos tras otros dentro del yacimiento, sólo salía para comer alguna que otra cosa, a veces cuando podía, a tirarse un rato y dormir una siesta. Fumaba un cigarrillo. Miraba al sol como un modo de sorber del él  La Vida.
         Su trabajo cada vez lo iba atrapando más y más, muy a pesar de que se debía levantar de noche y cuado salía, apenas si asomaba un poco de claridad.
         Caminaba por el pedregullo con sus botines especiales con punta de acero, que estaban ya bastantes maltrechos por la humedad reinante, el calor y el frío.
         Disfrutaba como de una sensación erótica al penetrar el cuerpo de una mujer, cuando en los trencitos de la mina los desplazaban a las profundidades del cordón montañoso. Todos sus acompañantes, iban taciturnos, callados, resignados. ¡Era una tarea dura, desgarrar las piedras, que se resistían a su extracción!
         Sus elementos para escarbar entre las piedras: un pico, una pala, un arnés y apenas un casco con una potente luz que le dejaba ver varios metros hacia el fondo de la oscuridad. Las galerías se le antojaban como cueva de mountruos mitológicos. ¡Todo lo sugestionaba!.
         El ambiente era denso, pesado y cenagoso. Al principio todo silencio, lo único que se oía era el traqueteo de las máquinas al golpear contra la roca. 
         Por momentos se hacía sofocante. En otros se hacia helado helado. Que calaba los huesos.  Del techo se desprendían pedregullos, y también un liquido baboso, pegajoso,  que convertía el piso en un terreno fatigoso para el cuerpo. 
         Para él en su mente joven eso resultaba desafiante, aunque sabía del  riesgo, que causaba enfermedades, que los mineros no superaban los 50 años. Morían de cáncer de pulmón o del síndrome de Caplán producido por la combinación de los gases, vapores y polvo en suspensión.
         Sabía que morían aplastados, ahogados, solos en un silencio de entierro cuando había derrumbes, ... pero aún así ¡él quería estar allí!.
          La escasa ventilación de la que disponían las minas hacía que se condensaran el fluido, el vaho, el hedor, que emanaban del desprendimiento de la turba, que convertía a la mezcla en un elemento mortífero y alucinógeno. De a poco iba penetrando cual una droga, en su cerebro que hacía que estuviera obnubilado, confundido, atontado, por la falta de irrigación.
          Ese gas era aspirado en cada bocanada con el poco oxigeno  reinante en el lugar.
         De a poco comenzó a vislumbrar con ojos desorbitados que cuando llegaba al fondo del alma de la hulla, se dibujaba una figura femenina etérea, cual ángel que lo miraba fijo. Y lo ponía bajo su dominio y fascinación.
         Le hablaba con voz tierna, melosa. Ofreciéndose. Enredándolo en el vaivén de sus vueltas. Le bailaba, le cantaba.  Lo dejaban maravillado, y él mismo se sentía liberado al compás del embrujo de la melodiosa canción.
         Se había enamorado de ella. Esperaba día a día bajar y encontrarla.
         Pero se fue dando cuenta en sus pensamientos, en noches de insomnio y locura, que no podía vivir sin sentirla, sin darse cuenta que en ello le iba la vida, ya que en su trastorno se olvidaba de comer, descansar y tosía sin parar, escupiendo sangre...
         ¡Pero eso no importaba! Sus manos se habían puesto negras, así como su cara, y su cuerpo. Ni siquiera un jabón y un buen baño le sacarían el color oscuro impregnado en su piel y en su alma, cual tatuaje, solo se destacaban dos luceros de color verde.
         El conjuro, y la seducción atrapante de la doncella creó tal desquicio, que lo iba consumiendo.
         La mina había hecho su trabajo, devolver lo robado,  se había deglutido de un solo zarpazo al hombre de carne y lo había convertido en el hombre de carbón. 

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