FECHA: 25 DE AGOSTO DE 2011
“ EL SINDROME”
Habían usurpado la vivienda. Sabían
que en cualquier momento vendrían los dueños con la fuerza pública y los
sacarían de allí.
La casa era lúgubre, mugrienta. Los vidrios
estaban rotos. El los había tapado con cartones. En el suelo desperdigada la
basura.. Olor nauseabundo. Solo un
camastro y unas cobijas para taparse. Lo
único que se escuchaba era el sonido del viento que se colaba entre las maderas
de la casucha.
Ella 17 años. El 30. La había
raptado de su casa en el poblado.
La droga y el alcohol habían hecho
estragos en su persona, y en su psiquis. Era un violento. Un marginal.
La había llevado a ese sitio como
objeto sexual.
Ella no podría escapar nunca. Antes
la mataría. Tapó todas las ventanas con diarios. Se aseguró, de no tener luz
para que nadie advirtiera señal de vida alguna. Solo había dejado un par de perros cimarrones que no permitían acercarse.
Cuando se iba la ataba a la cama con
unas cadenas, se llevaba la llave, y volvía al anochecer. La desataba, comían, la sometía sexualmente,
y nuevamente la ataba a la cama. En
esos momentos que comían con sus manos, ella no se animaba ni a mirarle la cara.
Esta escena se fue repitiendo sin
cesar durante días, meses. Ella ya no llevaba la cuenta. Ni sabía cuando era de
día, o cuando era de noche.
Al principio gritaba, entonces le puso
una cinta para que no se oyera nada.
Poco a poco se fue apagando su voz.
No hablaba. Solo lloraba. Mugrienta, los pelos pegajosos. Como única
vestimenta, harapos.
Su cabeza solo daba vueltas
desgañitándose en como poder liberarse. Se había ya resignado y solo que para no sufrir comenzó a mirarlo. A
justificar su forma de actuar. A sentir que no era tan malo. Que las
circunstancias de su vida, vaya a saber que, lo habían convertido en ese ser
ruin.
En la soledad se dio cuenta que sus
fuerzas se debilitaban. No la buscaban. Nunca había escuchado si quiera
movimientos fuera de la casa.
( —Nadie se debe acordar de mí)-
pensaba.
Comenzó a aceptar en forma impasible
su destino. Quizá algún día la desataría.
Ella podría escapar. O también, podrían formar una pareja. Ya no luchaba.
Aún así en algún momento seguía
urdiendo matarlo ante el menor descuido. A pesar de que todo se había
convertido en algo normal, que le pegara, la insultara, la sometiera una y otra
vez, su hilo de vida, su instinto de supervivencia, le indicaban que algo quizá
pudiera hacer.
Esa noche estaba más drogado que de
costumbre, tomo más alcohol. La liberó, y en un descuido, ella se hizo de un
cuchillo. Lo puso debajo de la almohada.
Se volvió a repetir el ritual,
insultos, golpes, empujones, la llevó hasta la cama, Nuevamente lo mismo de
todas las noches. La dejó, pero se olvidó de amarrarla.
Se durmió. Sacó el cuchillo. Lo
estaba apuntando a la yugular del carcelero. Desde afuera se comenzaron a oír
primero los ladridos de los perros. Luego corridas, pasos arriba en el techo. Caía
parte de la mampostería, gritos, camionetas, luces. El la tomó del cuello,
agarró la pistola. Comenzó a vociferar:
—¡Si entran la mato!
Se
incorporó, trató de subirse encima. De la torpeza se le cayó el cuchillo, Algo
interno hizo que esa maniobra no querida, pasara desapercibida.
Los policías gritaban:
—¡Entregate. Y que esté sana y salva
porque te matamos!
Afuera arreciaba un vendaval. Luvia
y viento. El ulular de las sirenas era
insoportable. Los reflectores atravesaban la casucha como rayos hiriendo la
vista.
La puerta saltó en pedazos después
de los patadones de los hombres de negro.
Pensó: ( —Al fin me van a liberar).
Ya tenían encima a la policía, y sin
explicación alguna ella interpuso su cuerpo a la bala que atravesó la atmosfera
gélida. Solo un gemido, y luego un grito.
Yacía en el piso, junto con su
secuestrador. Un hilo de sangre salía por su boca.
Había entregado su vida…presa del
síndrome de Estocolmo.
MARIA
ESTER CORREA
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