lunes, 10 de octubre de 2011

EL SINDROME ( CUENTO DE MARIA ESTER CORREA)



FECHA: 25 DE AGOSTO DE 2011
“ EL SINDROME”
            Habían usurpado la vivienda. Sabían que en cualquier momento vendrían los dueños con la fuerza pública y los sacarían de allí.
            La casa era lúgubre, mugrienta. Los vidrios estaban rotos. El los había tapado con cartones. En el suelo desperdigada la basura.. Olor nauseabundo.  Solo un camastro y  unas cobijas para taparse. Lo único que se escuchaba era el sonido del viento que se colaba entre las maderas de la casucha.
            Ella 17 años. El 30. La había raptado de su casa en el poblado. 
            La droga y el alcohol habían hecho estragos en su persona, y en su psiquis. Era un violento. Un marginal.
            La había llevado a ese sitio como objeto sexual. 
            Ella no podría escapar nunca. Antes la mataría. Tapó todas las ventanas con diarios. Se aseguró, de no tener luz para que nadie advirtiera señal de vida alguna.  Solo había dejado un par de  perros cimarrones que no permitían acercarse.
            Cuando se iba la ataba a la cama con unas cadenas, se llevaba la llave, y volvía al anochecer.  La desataba, comían, la sometía sexualmente, y nuevamente la ataba a la cama.             En esos momentos que comían con sus manos, ella no se animaba ni a mirarle la cara.
            Esta escena se fue repitiendo sin cesar durante días, meses. Ella ya no llevaba la cuenta. Ni sabía cuando era de día, o cuando era de noche.
            Al principio gritaba, entonces le puso una cinta para que no se oyera nada.
            Poco a poco se fue apagando su voz. No hablaba. Solo lloraba. Mugrienta, los pelos pegajosos. Como única vestimenta, harapos.
            Su cabeza solo daba vueltas desgañitándose en como poder liberarse. Se había ya resignado y  solo que para no sufrir comenzó a mirarlo. A justificar su forma de actuar. A sentir que no era tan malo. Que las circunstancias de su vida, vaya a saber que, lo habían convertido en ese ser ruin.
            En la soledad se dio cuenta que sus fuerzas se debilitaban. No la buscaban. Nunca había escuchado si quiera movimientos fuera de la casa.
            ( —Nadie se debe acordar de mí)- pensaba.
            Comenzó a aceptar en forma impasible su destino. Quizá algún día  la desataría. Ella podría escapar. O también, podrían formar una pareja. Ya no luchaba.
            Aún así en algún momento seguía urdiendo matarlo ante el menor descuido. A pesar de que todo se había convertido en algo normal, que le pegara, la insultara, la sometiera una y otra vez, su hilo de vida, su instinto de supervivencia, le indicaban que algo quizá pudiera hacer.
            Esa noche estaba más drogado que de costumbre, tomo más alcohol. La liberó, y en un descuido, ella se hizo de un cuchillo. Lo puso debajo de la almohada.
            Se volvió a repetir el ritual, insultos, golpes, empujones, la llevó hasta la cama, Nuevamente lo mismo de todas las noches. La dejó, pero se olvidó de amarrarla.
            Se durmió. Sacó el cuchillo. Lo estaba apuntando a la yugular del carcelero. Desde afuera se comenzaron a oír primero los ladridos de los perros. Luego corridas, pasos arriba en el techo. Caía parte de la mampostería, gritos, camionetas, luces. El la tomó del cuello, agarró la pistola. Comenzó a vociferar:
            —¡Si entran la mato!
            Se incorporó, trató de subirse encima. De la torpeza se le cayó el cuchillo, Algo interno hizo que esa maniobra no querida, pasara desapercibida.
            Los policías gritaban:
            —¡Entregate. Y que esté sana y salva porque te matamos!
            Afuera arreciaba un vendaval. Luvia y  viento. El ulular de las sirenas era insoportable. Los reflectores atravesaban la casucha como rayos hiriendo la vista.
            La puerta saltó en pedazos después de los patadones de los hombres de negro.
            Pensó: ( —Al fin me van a liberar).
            Ya tenían encima a la policía, y sin explicación alguna ella interpuso su cuerpo a la bala que atravesó la atmosfera gélida. Solo un gemido, y luego un grito.
            Yacía en el piso, junto con su secuestrador. Un hilo de sangre salía por su boca.
            Había entregado su vida…presa del síndrome de Estocolmo.
           
                                                           MARIA ESTER CORREA

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