FECHA 11 DE AGOSTO DE 2011.
MANUEL EL SOLITARIO
Manuel, navegante
solitario, aventurero de raza, transita por las calles de Colonia en busca de
su amigo.
¡ Aquel que en su vida
fuera quien le había quitado su amor!
¡Aquel que en su vida fuera quién le había arrebatado sus sueños!
¡ Aquel que lo había
condenado a una vida ligera, de juergas y mujeres fáciles, de alcohol!
¡Aquel que lo había
condenado a una vejez solitaria, a una vida sin sentido!
¡Aquel que con malas
artes y con la mano artera, lo había condenado al destierro!
Dejó su barco en el
muelle. Lo comenzó a buscar sin saber adonde podía hallarlo.
Era de noche, las
callejuelas apenas iluminadas por faroles alejados, estaban solitarias, húmedas.
La bruma del mar no dejaba ver las figuras ni los bultos. Caminaba sin rumbo.
Solo lo orientaba la
inquietud interior, el deseo irrefrenable de la venganza. Sus pasos producían
eco, en las tinieblas.
Debajo del gabán azul
llevaba el elemento útil para cobrar su deuda.
Murmura:— ya lo
encontraré. Seguro está en el bar del oriental. Fumaba. Se levantó el cuello, y
siguió imperturbable.
El farolito del bar le
indicó que había llegado. El corazón le galopaba en el pecho.
Una pertinaz llovizna lo
había empapado. Su rostro mostraba los años pasados. Sus manos viejas los
signos del sol, del mar, y de las cuerdas al pasar quemando la piel en cientos
de tajos por la bravura de los mares.
Sus ojos azules estaban
nublados, fríos, barba blanca, pelo revuelto, con una gorra de marinero
vencido.
Entro. Miró alrededor,
todo le parecía conocido, como si fuera ayer. La única diferencia que lo que él
buscaba no estaba allí. Esto lo dejó perplejo.
—¡Raro que el ladrón no
esté! Susurro. El petizo de la barra no lo reconoció al entrar.
(Suerte), pensó, (si me llega a conocer estoy perdido). —¡
Que tengo yo que andar dando explicaciones después de treinta años! Mas siendo
el que debería pedirlas.- Rezongaba.
Se apoyó en el
mostrador. Pidió varias ginebras. Encendió un cigarro tras otro. Varios
parroquianos departían, bebían. Uno a uno se iban yendo. Algo presentían. En
esos lugares desconfían de gente que no es forastera.
El, imperturbable. Al fondo clava la mirada y allí
la ve. Vieja, desvencijada, pintarrajeada como una mascarita. Un rodete con una
pinza elevaba sus pelos mal teñidos. Pollera corta, negra, ceñida de tal forma
que sus redondeces se veían sin tapujos. Los pechos que otrora habían sido
generosos, lucían blancos, y avejentados.
Tacos altos, medias negras de rejillas. Caminaba temblorosamente.
(¿ Qué hacía allí?)
Pensó. No es ese el lugar donde pensaba él encontrarla, pero bueno, estaba
allí.
Ella lo reconoció apenas
lo vio, le fijo la vista, y no se la apartó en toda la noche. Pensó. (¿ Que
hace aquí después de todo lo que paso? ¿ Qué buscará? Este se ha venido a meter
adonde no debe.)
La esperó hasta que
salió.
El dueño apuraba la limpieza del lugar. En
algún momento estuvo pensando en llamar
a la policía por si había lío. Ya lo había reconocido. Le invadió una sensación
de algo siniestro, que se perdía en los años pasados, pero no pagados.
El marinero tiró los
billetes de la paga de los tragos, y salió tambaleante del lugar. Apenas se
sostenía. La alcanzó y la agarró de los pelos.
—Mala mujer. Ahora me va
a decir donde está él.
Ella no le contestaba
nada, mientras seguía caminando, y se lo trataba de sacar de encima.
—Loca, zorra, suerte
tuve de no trenzarme con vos. Mi vida ha
sido un calvario gracias a vos, y a ese traidor que se interpuso en nuestro
camino. Gracias a mandinga que no me desgracié con un miserable como él. -Gritaba
en forma desaforada.
—Vamos, decime donde
está!
Ella seguía sin
contestarle, y tratando de no recordar los momentos vividos en aquel tiempo. No entendía muy bien a que había venido
Manuel. Parece que no recordaba nada. Tal vez el alcohol le había borrado los
recuerdos. Tal vez la vejez le había llegado con la locura, o la locura con la
vejez. Quizá no podía entender lo que le pasaba. No se esperaba la llegada de
ese hombre nuevamente a su vida.
El seguía gritando, y
amagaba con sacar algo debajo de su abrigo. Pero era tal su estado, que apenas
se podía mantener parado.
Hasta que al fin, ya
cansada, y viendo que él no podía comprender en forma cabal lo que ocurría, que
no podía darse cuenta que ese fantasma
traidor, asesino que buscaba, ya no
estaba.
—¿Manuel, por favor que
buscas? No te das cuenta que él no está, que esa persona que buscas, que ese
persona que había burlado la confianza de su amigo ya no vive? Lo agarró de las
solapas y se lo espetó en la cara. Lo empujó contra la pared, Manuel, cayó al
piso, y nuevamente se incorporó.
Manuel vete, corre
porque todavía no has pagado lo que hiciste, todavía no has pagado por la
muerte de tu amigo. Aquella noche, donde íbamos a casarnos, hiciste lo que hoy viniste a hacer.
MARIA
ESTER CORREA
11
DE AGOSTO DE 2011
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