lunes, 10 de octubre de 2011

MANUEL EL SOLITARIO ( CUENTO DE MARIA ESTER)



FECHA 11 DE AGOSTO DE 2011.
MANUEL EL SOLITARIO

                        Manuel, navegante solitario, aventurero de raza, transita por las calles de Colonia en busca de su amigo.
                        ¡ Aquel que en su vida fuera quien le había quitado su amor!
                        ¡Aquel que en su vida  fuera quién le había arrebatado sus sueños!
                        ¡ Aquel que lo había condenado a una vida ligera, de juergas y mujeres fáciles, de alcohol!
                        ¡Aquel que lo había condenado a una vejez solitaria, a una vida sin sentido!
                        ¡Aquel que con malas artes y con la mano artera, lo había condenado al destierro!
                        Dejó su barco en el muelle. Lo comenzó a buscar sin saber adonde podía hallarlo.
                        Era de noche, las callejuelas apenas iluminadas por faroles alejados, estaban solitarias, húmedas. La bruma del mar no dejaba ver las figuras ni los bultos. Caminaba sin rumbo.
                        Solo lo orientaba la inquietud interior, el deseo irrefrenable de la venganza. Sus pasos producían eco, en las tinieblas.  
                        Debajo del gabán azul llevaba el elemento útil para cobrar su deuda.
                        Murmura:— ya lo encontraré. Seguro está en el bar del oriental. Fumaba. Se levantó el cuello, y siguió imperturbable.
                        El farolito del bar le indicó que había llegado. El corazón le galopaba en el pecho.
                        Una pertinaz llovizna lo había empapado. Su rostro mostraba los años pasados. Sus manos viejas los signos del sol, del mar, y de las cuerdas al pasar quemando la piel en cientos de tajos  por  la bravura de los mares.
                        Sus ojos azules estaban nublados, fríos, barba blanca, pelo revuelto, con una gorra de marinero vencido.
                        Entro. Miró alrededor, todo le parecía conocido, como si fuera ayer. La única diferencia que lo que él buscaba no estaba allí. Esto lo dejó perplejo.
                        —¡Raro que el ladrón no esté! Susurro. El petizo de la barra no lo reconoció al entrar.
                        (Suerte),  pensó, (si me llega a conocer estoy perdido). —¡ Que tengo yo que andar dando explicaciones después de treinta años! Mas siendo el que debería pedirlas.- Rezongaba.
                        Se apoyó en el mostrador. Pidió varias ginebras. Encendió un cigarro tras otro. Varios parroquianos departían, bebían. Uno a uno se iban yendo. Algo presentían. En esos lugares desconfían de gente que no es forastera.
                        El,  imperturbable. Al fondo clava la mirada y allí la ve. Vieja, desvencijada, pintarrajeada como una mascarita. Un rodete con una pinza elevaba sus pelos mal teñidos. Pollera corta, negra, ceñida de tal forma que sus redondeces se veían sin tapujos. Los pechos que otrora habían sido generosos, lucían blancos, y avejentados.  Tacos altos, medias negras de rejillas. Caminaba temblorosamente.
                        (¿ Qué hacía allí?) Pensó. No es ese el lugar donde pensaba él encontrarla, pero bueno, estaba allí.
                        Ella lo reconoció apenas lo vio, le fijo la vista, y no se la apartó en toda la noche. Pensó. (¿ Que hace aquí después de todo lo que paso? ¿ Qué buscará? Este se ha venido a meter adonde no debe.)
                        La esperó hasta que salió.
                         El dueño apuraba la limpieza del lugar. En algún momento  estuvo pensando en llamar a la policía por si había lío. Ya lo había reconocido. Le invadió una sensación de algo siniestro, que se perdía en los años pasados, pero no pagados.
                        El marinero tiró los billetes de la paga de los tragos, y salió tambaleante del lugar. Apenas se sostenía. La alcanzó y la agarró de los pelos.
                        —Mala mujer. Ahora me va a decir donde está él.
                        Ella no le contestaba nada, mientras seguía caminando, y se lo trataba de sacar de encima.
                        —Loca, zorra, suerte tuve de no trenzarme con vos.  Mi vida ha sido un calvario gracias a vos, y a ese traidor que se interpuso en nuestro camino. Gracias a mandinga que no me desgracié con un miserable como él. -Gritaba en forma desaforada.
                        —Vamos, decime donde está!
                        Ella seguía sin contestarle, y tratando de no recordar los momentos vividos en aquel tiempo.   No entendía muy bien a que había venido Manuel. Parece que no recordaba nada. Tal vez el alcohol le había borrado los recuerdos. Tal vez la vejez le había llegado con la locura, o la locura con la vejez. Quizá no podía entender lo que le pasaba. No se esperaba la llegada de ese hombre nuevamente a su vida.
                        El seguía gritando, y amagaba con sacar algo debajo de su abrigo. Pero era tal su estado, que apenas se podía mantener parado.
                        Hasta que al fin, ya cansada, y viendo que él no podía comprender en forma cabal lo que ocurría, que  no podía darse cuenta que ese fantasma traidor, asesino que buscaba,  ya no estaba.
                        —¿Manuel, por favor que buscas? No te das cuenta que él no está, que esa persona que buscas, que ese persona que había burlado la confianza de su amigo ya no vive? Lo agarró de las solapas y se lo espetó en la cara. Lo empujó contra la pared, Manuel, cayó al piso, y nuevamente se incorporó.   
                        Manuel vete, corre porque todavía no has pagado lo que hiciste, todavía no has pagado por la muerte de tu amigo. Aquella noche, donde íbamos a casarnos,  hiciste lo que hoy viniste a hacer.

 
                                                                       MARIA ESTER CORREA
                                                                       11 DE AGOSTO DE 2011
  

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