lunes, 10 de octubre de 2011

ENTRE CACEROLAS Y LIBROS ( RELATO MARIA ESTER)

 

ENTRE CACEROLAS Y LIBROS



         Se dice que: “ Cada niño que nace viene con un pan bajo el brazo”.  Este dicho popular quiere significar que ese pequeño traerá abundancia a la familia.
         Yo creo que cuando nací vine con un libro y una cacerola debajo de cada uno de mis pequeños brazos.
         Y esto parecería quizá una cosa de “ locos”, pero tiene  su sentido y explicación.
         Voy a comenzar por los libros.
         Yo de pequeña, tal es así que casi ni me acuerdo cuando fue que comencé a disfrutar con los cuentos, fábulas, narraciones, contados por mi mamá alrededor de la mesa de planchado, mientras nosotros hacíamos nuestra tarea.
         Estos relatos, que eran de los antiguos en donde se mezclaba la fantasía, la realidad y que generalmente se apelaba al horror para causar como efecto que el niño tuviera miedo, fueron escuchados por mi con tanta fascinación, que dejaba de hacer mis trabajos y entraba en una especie de nube que me transportaba a los lugares de ensueño, me convertía en los personajes, vestía los trajes, calzaba sus zapatos, bailaba con el príncipe, lloraba cuando Lasie se perdía de sus dueños, sentía el miedo de caperucita al ver al lobo, caía por la planta de alubias perseguida por el ogro en el cuento de las Alubias mágicas, o me metía en el zapallo devenido en carroza en el cuento de la cenicienta.
         Esto lo puede después hacer cada vez más profundo cuando al fin yo pude tomar los libros donde se encontraban esas narraciones.
         Para mí el hecho de poder tocar las tapas forradas con un papel que parecía de hilo, ver las láminas, meterme dentro de ellas, caminar en el prado como hacía Alicia en el País de las maravillas, o convertirme en la Bella durmiente cuando tocaba con sus manitos la rueca de la máquina de coser y la sumía en sueño profundo, del cual únicamente despertaría con el beso que el Príncipe Encantado le daría en su sueño eterno.
         Me imaginaba comiendo las perdices con la que  mi madre siempre terminaba los relatos.
         —“ Y fueron felices y comieron perdices”.
        

         Me transportaba a otros mundos cuando tomaba en mis manos el diario, del cual emanaba el olor a tinta demostrando que habían salido recién de la imprenta.
         Aún hoy cuando me encuentro frente a un volumen, o algo para leer me doy cuenta como se me disparan los sentidos, el tacto, ¡ quiero tocarlo ya! ; el olfato, ¡Huelo su perfume a nuevo, y si es viejo a guardado!.
         Adoro las bibliotecas, y fantaseo con la posibilidad o utopía de recorrer con mis ojos uno de esos maravillosos regalos que nos dan sus autores.
         ¡Aún conservo esa avidez por la lectura que me acompaña desde que mi mamá abnegada nos sumía en un mundo mágico!.
         Y la otra parte tiene que ver con los las cacerolas, los sartenes, los cacharros, los cuchillos, los coladores, y todos los utensilios que se puedan encontrar en una cocina.
         También estas sensaciones las experimento desde niña cuando se conicanba en un lugar muy pequeño donde apenas entrábamos algunos de los diez hermanos.
         Yo tendría unos cuatro años y desde esa época tenía curiosidad por lo que ella guisaba, freía, hervía, cocinaba, salteaba, picaba, batía, sazonaba, con presteza, y sabiduría.
         La miraba deslumbrada. ¡Cómo sería que para verla hacerlo yo bajaba la tapa del horno y desde allí miraba!.
         Allí ocurrieron dos cosas: una la tapa terminó rota y caída. Y la otra, que me quemé la cabeza con agua caliente porque no dejaba de controlar todo lo que sucedía. 
         Con su infinita paciencia, recitando en francés que la tranquilizaba, sin quererlo me fue introduciendo en ese mundo fantástico en que se mezcla la alquimia, la magia, la combinación de olores y sabores, de hervores y de freídas, de aguas calientes, y caldos exquisitos, de postres y de estafados camperos, de pucheros, y de arroces de todo tipo, de tortas, y de buñuelos, de sopaipillas domingueras, de dulces y licores, de vinagres de vino que no se tomaron y del aceite de oliva y otras tantas cosas más.
         Me enseñó que la cocina no tenía que ser medida, que el tacto, y el puño cerrado daban la porción exacta de sal, de azúcar, de especies, como el orégano, pimentón,  pimienta, tomillo, romero, jengibre, ají molido  y eso  lo veía al alzar mi madre su mano y abrirla en abanico como si una hada madrina desparramara estrellitas sobre los manjares que iba a servir.
         De allí aprendí a saborear apenas con una puntita de la cuchara si le faltaba sal, estaba desabrido,  picante, o quizá se hacía necesaria una pizquita de canela al arroz con leche.
         Al final tal fue la impronta dejada en mi mente de niña, y en el amor que  ponía a todo lo que hacía, que me fui dando cuenta que en la química que se produce cuando algo se cocina, no-solo se unen los elementos, sino que se vuelcan los sentimientos.
         Por eso a pesar de que llevo años cocinando, ayudándole a cocinar para mis hermanos y mi padre, y ahora para mi marido y mi hija. No me aburre.  Preparo yo lo que se come, porque me doy cuenta que a través de este acto tan básico  para la vida, como es el comer, se convierte en un acto de ternuara,  pasión,  arrebato, vehemencia, entusiasmo, y solo yo puedo hacerlo para mis seres queridos.
         Esto también me lo enseñó, que así sea una comida sencilla, sino es hecha con estos ingredientes intangibles, pero de un peso colosal, la comida no sirve.
         Bueno de estos dones recibidos al nacer, y regalados por Dios estoy eternamente agradecida, por que uno me permite convertirme en bruja, en princesa, en hada madrina, en cenicienta. Y el otro en hechicera del amor, y expresar a través de ellos todos mis sentimientos, en un pequeño relato inventado o un sencillo plato de fideos salteados a la manteca negra.
        

                                               MARIA ESTER CORREA.
                                               Mendoza, 15 de abril de 2010

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